Resulta complejo llevar ese ideal de escuela a 
la  práctica,  debido  a  que  existen  sistemas 
estructurados  de  tal  forma  que  se  excluye  la 
diversidad, puesto que de lo diferente suele surgir el 
conflicto que enfrenta a las partes, por ello es común 
que se tienda a la homogeneización y se niegue o 
rechace  dicha  diversidad.  Lo  anterior  se  puede 
evidenciar  en  la  estructura  y  organización  de  los 
procesos educativos, dado que desde sus inicios la 
escuela  adopta  las  pautas  de  algunas  prácticas 
pedagógicas relacionadas con lo  eclesiástico o los 
modelos laborales, que llevan en apartar una masa 
del resto de la sociedad para educarla de una misma 
manera (Pineau et al., 2009). 
Esa homogeneización que ocurre en la escuela 
tiende a  la  producción de  individuos  en serie  que 
responden  a  un  currículo,  normas,  tiempos, 
evaluaciones, jerarquías que se trazan por igual para 
todos  y  se  espera  por  ende  que  respondan  de  la 
misma manera, que aprendan lo mismo y al mismo 
ritmo,  que  cumplan  las  normas  y  practiquen 
determinados  comportamientos,  lo  que  en  cierto 
modo,  va  en  detrimento  de  la  libertad  e 
individualidad  del  estudiante,  o  como  lo  plantea 
Meirieu  (1998)  se  convierte  en  “el  mito  de  la 
educación como fabricación” (p. 34). 
En ese proceso de “fabricar” al Otro, se pone 
el  énfasis  en  lo  académico,  en  aquello  que  los 
estudiantes  deben  saber,  para  responder  a  unas 
exigencias,  pero  se  abandona  en  cierto  modo  la 
formación del ser, el acompañamiento que permita 
al sujeto desarrollar su libertad de pensamiento para 
acercarse al mundo y cuestionar lo que ahí ocurre. 
Para que logre comprender, reconocer y aceptar al 
Otro  desde  lo  individual  y  desde  lo  colectivo;  no 
obstante,  la  realidad  evidencia  la  constante 
exclusión de lo diferente, el rechazo a lo diverso que 
necesariamente daña y lastima a ese Otro.   
De modo que aquel estudiante que no puede 
avanzar al mismo ritmo y que se sale por tanto de lo 
homogéneo queda relegado, ya no hace parte de ese 
todo  y  empieza  a  ser  tratado  como  lo  diferente, 
proceso  que  Skliar  (2015)  plantea  como 
“diferencialismo”. Por consiguiente, se categorizan 
o disminuyen las cualidades que como ser humano 
se tiene, para separar lo “normal” de aquello que no 
lo  es,  como  resultado  se  asignan  valoraciones  de 
bueno  o  malo  a  estas  diferencias,  cuando  la 
diferencia es inherente al ser humano y no debería 
por  tanto,  asignársele  un  valor  calificativo  que 
separe a unos de otros.    
Con  el  ejemplo  vivencial  que  recibe  el 
estudiante en la escuela, la familia y la sociedad en 
general, aprende rápidamente a señalar al Otro como 
distinto, para observarlo no como algo que es propio 
de  la  naturaleza,  dado  que  toda  la  naturaleza  es 
diversa,  sino  para  excluirle  de  aquella  categoría 
establecida  como  “normal”;  entonces,  desde  las 
prácticas  homogeneizantes  de  la  escuela  y  la 
sociedad se lleva a los sujetos a sentirse a gusto en 
dicha  homogeneidad  cuando  se  identifican  con  la 
mayoría, lo que coarta la posibilidad de asumir una 
postura crítica que les lleve a trasformar la manera 
en que se relacionan con el Otro. 
Por  tanto,  la  escuela  en  su  intento  para 
garantizar  la  igualdad  tiende  a  dejar  de  lado  la 
conciencia de la diversidad, aun cuando en sus fines 
estén los aprendizajes planteados por Delors (1996) 
respecto  del  ser  y  del  vivir  con  otros.  En  las 
prácticas educativas hay cierta resistencia a aceptar 
las  diferencias,  por  ende  aún  se  presentan 
situaciones  en  las  que  se  señala  o  etiqueta  a  los 
estudiantes  por  determinadas  características  o 
comportamientos, al pretender que en las aulas haya 
una  uniformidad  que  evite  perturbar  la  rutina,  no 
cuestione  o  mantenga  la  idea  del  maestro  como 
dueño único del saber, como el que determina lo que 
está  bien  de  lo  que  está  mal,  más  allá  de  los 
argumentos.          
 
Convivencia Escolar 
 
La realidad actual da cuenta de las dificultades 
presentes en la convivencia escolar que lleva a los 
estudiantes a manifestar conductas de rechazo y de 
violencia hacia sus pares, tal como lo evidencian las 
cifras  sobre  violencia  en  el  contexto  escolar, 
brindadas por el Fondo de las Naciones Unidas para 
la Infancia (Unicef, 2019) según las cuales, la mitad 
de los estudiantes de 160 países, entre 13 y 15 años, 
han sufrido violencia por parte de sus compañeros, 
dentro de los colegios y en sus alrededores.  
Es  por  ello,  que  dentro  de  los  Objetivos  de 
Desarrollo  Sostenible  (ODS)  planteados  por  la 
Asamblea  General  de  las  Naciones  Unidas  en  la 
Resolución 70/1 de 2015, se propone, dentro de una 
de las metas del objetivo Educación de calidad, “la 
promoción de una cultura de paz y no violencia, la 
ciudadanía mundial y la valoración de la diversidad 
cultural”  (p.  20).  De  tal  forma  que  todas  las 
instituciones  educativas  tienen  el  compromiso  de 
aportar en el logro de dicha meta y para ello es